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jueves, 18 de febrero de 2010

La rueda del contador no gira




Cuando llegué a casa, mi madre teñía el pelo de negro a mi tía mientras la otra regaba las flores del patio con una enorme manguera. Atravesé rápidamente la cocina y el salón y subí las escaleras hasta el primer piso. Me cambié de ropa y sustituí mis viejas sandalias de hule por unas zapatillas de deporte grises y rojas. La luz que entraba por las rendijas de la persiana de mi cuarto era del color de la tarde, de esas tardes de verano, largas y cálidas. Bajé corriendo, recogí mi bocadillo y justamente cuando cerraba la puerta de la calle, la voz de mi madre articuló algo imperceptible dentro de la cocina. Su tono era de reproche, seguramente porque llevaba todo el día fuera de casa y eso era algo que no le gustaba demasiado.

A unos pocos metros de mi portal, un amigo me esperaba sentado, apoyada su espalda en la pared de una casa y con los pies dentro de la cuneta. Me senté a su lado a comerme plácidamente mi bocadillo mientras esperábamos a que llegara mi hermana. La cuneta estaba muy limpia y a pesar de estar a la sombra, conservaba en su cemento el calor del sol de mediodía. Allí sentados contemplábamos los coches cuando de repente se acercó un perro.

Dale un trozo de chocolate -dijo mi amigo.

Lancé un trozo de pan que el perro olisqueó y abandonó. Después de mirarnos fijamente a los ojos, el chucho siguió su camino por la carretera y decidimos seguirlo. Lo adelantamos corriendo y él nos siguió meneando el rabo de un lado a otro.
Giramos a la izquierda por el camino de río y nos detuvimos al principio, cerca de la carretera. A sus lados, el camino estaba lleno de ortigas que esquivábamos y de piedras con las cuáles, siempre encontrábamos algo que hacer. Las piedras planas nos servían de pizarra y un pequeño trozo de teja como utensilio para dibujar flechas en las piedras, indicando caminos imposibles hacia todas direcciones. Sentados en el suelo, pudimos ver como nuestro amigo canino se largaba sólo hacia el río, alejándose cada vez más de nosotros. De repente, vimos salir a mi hermana de la casa de la maestra con un bocadillo en la mano. La maestra vivía con sus dos hermanas y entre ellas cuidaban de mi hermana pequeña.

- ¿Que hacéis? -nos preguntó.

Se acercó hasta nosotros y nos enseñó un tarro de cristal lleno de pétalos de flores. Nos propuso recoger más y entramos a su casa. Dentro del portal, en medio de la oscuridad, una de las hermanas más anciana estaba sentada en un estrecho banco de madera con la mirada perdida. Cuando nos vio cruzar a toda prisa, levantó un brazo y dijo algo ininteligible, con una voz ronca muy suave. Cuando me detuve y de nuevo la observé, ya había recuperado su mirada perdida.
Cruzando dos puertas, detrás de la casa, estaba el patio, todo entero de piedra y con un enorme campo al fondo. Mi hermana se sentó en el suelo y se puso a machacar hierbas y pétalos, mientras mi amigo hacía montones de piedras. Yo subí unas pequeñas escaleras y me coloqué a mayor altura. El patio elevado formaba una ce cuadrada de cemento y su base lindaba con una valla que rodeaba todo el campo. Los extremos acababan en callejas estrechas que se formaban por la separación entre la casa de la maestra y las casas vecinas. Entre la mala hierba y las piedras que cubrían toda la estructura, se podían encontrar piezas de plástico de colores, fragmentos de pistolas de agua, trozos de plástico ovalado duro, palos de cohetes, bolitas de colores y pequeñas muestras de gallardetes podridos.
Después de examinar todos aquellos fragmentos, levanté la mirada y me introduje en una de aquellas angostas callejas de piedra. Dentro había muchos más fragmentos de plástico y hundidos en el barro del suelo, cartones de colores sucios. Al fondo, en la pared de piedra, estaba el contador de la luz. Todas las casas del pueblo tenían el suyo propio. Aislada dentro de una caja transparente se encontraba otra caja y dentro de ella, el contador.

Salí corriendo de la calleja para buscar a mis amigos. Me acompañaron hasta la maquina y observándola detenidamente les dije:

La rueda del contador no gira, o gira tan lenta que su movimiento es casi imperceptible. En casa de la maestra no se gasta electricidad en comparación con las demás casas del pueblo.

Parece ser que mi reflexión no les produjo ni el más mínimo interés, cuando, acto seguido y sin decir nada, se agacharon y descubrieron un nuevo mundo de fragmentos de plástico de colores.

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