...

...

miércoles, 25 de marzo de 2015

¡Menudo pringao!



Nada más cumplir los dieciocho años me saqué el carnet de conducir. Necesitaba sentir la libertad e independencia que por aquel entonces me brindaba un cuatro ruedas. Pasaron los años y empecé a perder el interés, en parte debido a mis múltiples accidentes y sobre todo debido al gasto que me generaba mantenerlo. Cuando lo saqué del concesionario pagué por él ochocientas mil pesetas. Al cabo de siete años se lo vendí a mi hermana por cien euros que son aproximadamente unas dieciséis mil quinientas pesetas. Vamos, lo que se dice una estupenda inversión. Pero no quiero hablar más sobre ello. 

La historia que viene a continuación ocurrió después de todo aquello.

Estaba yo en la plaza de mi pueblo y apareció de repente J. Él era mucho más joven y estaba en esa etapa que se suponía yo había superado con creces hacía tiempo. Se había comprado un coche viejo trucado y lo había maqueado a su antojo. Me preguntó si quería dar una vuelta y después de pensármelo dos veces acepté. No sé por qué lo hice, supongo que por una sensación de nostalgia que todavía no había superado del todo. El caso es que en menos de un minuto ya estábamos los dos circulando a toda velocidad por la carretera general que separaba mi pueblo del pueblo más cercano. La aguja del velocímetro estaba rota pero hubiera puesto mi mano en el fuego a que circulábamos a más de ciento cuarenta kilómetros a la hora. De repente alcanzamos un vehículo y mi amigo J. aminoró la marcha de golpe. Me miraba emocionado y con una sonrisa estúpida en la cara. Con el cerebro en las nubes, la mano izquierda en el volante y la mano derecha en la palanca de cambio me dijo.

- ¿Le comemos el culo un rato?

Esa pregunta en argot tunning significaba que si yo quería que acercáramos el morro a la parte trasera de aquel vehículo y lo acosáramos sin escrúpulos. Era una especie de juego que por lo visto divertía mucho a J. No contesté pero no hacía falta, obviamente se trataba de una pregunta retórica. En menos de dos segundos ya estábamos pegados al vehículo que teníamos en frente. Yo no decía nada porque tampoco era muy consciente del peligro que aquello entrañaba. Me dejaba llevar e incluso disfrutaba un poco con ello. La cosa se complicó cuando de repente aquel coche adivinó nuestro juego y empezó a frenar de forma intermitente. Cuando mi amigo J. se dio cuenta de que la cosa empezaba a írsele de las manos, le adelantó de forma impecable y se alejó de allí.

- ¿Has visto cómo se ha acojonado? Jajajaja, ¡Menudo pringao!

Yo no sabía qué contestar. Seguía pegado en mi asiento con las manos sudadas y tensas en forma de puño.

- ¿Te apetece que hagamos unos trompos más adelante?

Por lo visto no había tenido bastante.

- Oye J. ¿No crees que te has pasado un poco? Podrías haber causado un accidente muy grave…

- ¡Qué va! ¡Si yo controlo!

Y no lo ponía en duda, pero sabía que los accidentes existían a pesar del control y eso era algo que J. por lo visto no quería entender. 

Sin pensárselo un instante giró bruscamente y se metió en un descampado. Allí comenzó con los trompos, los giros de 360º y los volantazos. Durante unos minutos no pude ver nada excepto una nube de polvo a nuestro alrededor. Cuando J. se cansó de girar, detuvo el coche con el motor en marcha y me dijo.

- ¿Quieres llevarlo tú de vuelta al pueblo?

No sabía qué contestar.

- ¡Claro! – contesté haciéndome el valiente 

Y acto seguido intercambiamos nuestros puestos. Yo no pensaba hacer nada que no hubiera hecho antes. Me dedicaría única y exclusivamente a circular tranquilamente hasta llegar a nuestro pueblo. De repente ambos lo vimos.

- ¡Ostias! –gritó J. – ¡No se cómo nos ha encontrado! ¡Vámonos de aquí!

Yo no sabía cómo reaccionar. El coche que minutos antes habíamos estado acosando se detuvo justo en frente de nosotros y salió de su interior un hombre mayor, de unos cincuenta y cinco años más o menos. Mi amigo J. no paraba de decirme que acelerara pero yo estaba bloqueado, solamente podía mirar al frente alucinado. El hombre abrió el maletero y sacó de allí un palo de hierro. Entonces ambos empezamos a chillar.

- ¡Acelera copón! ¡Que este tío nos mata!

- ¡No puedo! ¡No entra la marcha!

- ¡Mete primera! ¡Hazlo ya!

El hombre se acercaba con su palo de hierro hacia mi asiento. Obviamente no se podía imaginar que yo no era el mismo conductor que hacía unos minutos escasos le había estado comiendo el culo. De hecho, seguramente le daba lo mismo.

- ¡Aceleraaaaaa! – gritó J.

Por fin conseguí embragar pero por lo visto no entró la marcha correcta. De repente empezamos a circular a toda velocidad hacia atrás. El hombre al darse cuenta de que huíamos corrió hacia nosotros aún más enfadado.

Una barra de acero hizo añicos la luna delantera.

- ¡Para, para! Gritó mi amigo. ¡Abre la ventanilla cagando leches!

- ¡Ni de coña! ¿Quieres que me abra la cabeza?

- ¡Ábrela copóoon! 

Las manos me temblaban pero le hice caso. El tío levantó la barra de acero en dirección a mi cráneo y entonces mi amigo se disculpó y gritó que lo sentía, que había sido él, que conocía a su hijo y que patatín patatán. Eso por lo visto rebajó las ansias de matar de aquel hombre.

- De acuerdo – dijo. – Pero que no se os ocurra andar por ahí haciendo esas cosas. ¡Podéis matar a alguien!

- Claro que sí - contestó mi amigo J. - No se volverá a repetir.

Acto seguido se largó de allí mirándonos con desprecio.

El camino de vuelta lo hicimos en silencio. Yo seguía temblando pero mi amigo J. se reía y se lo tomaba con calma. Yo sabía que aquella no era la primera ni tampoco la última vez. A lo largo de su vida seguiría jugando y jactándose de la muerte que no temía entonces, o al menos eso creía yo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario