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domingo, 16 de noviembre de 2014

¡Qué felices habríamos sido los dos!



Me levanté por la mañana a eso de las once. El despertador había sonado a las nueve pero no le había hecho ni puñetero caso. Después de ducharme, desayunar y fumarme un cigarro me puse el chubasquero y salí a dar un paseo.

Caminar despejaba mis ideas y me hacía sentirme viva.

Crucé un viejo puente de piedra y me adentré directamente en el monte. Mi plan era estirar un poco las piernas y volver en media hora dando un rodeo al pueblo. Cuando llevaba cinco minutos andando me puse a recordar. Caminé un poquito más y entonces le vi. Avanzaba conmigo y escuchaba todo lo que le decía. Se reía y me miraba directamente, como intentando desvelar el sentido de mis palabras.

- Mira el paisaje. Parece mentira que todo esto se encuentre a menos de media hora de casa. ¿No te parece increíble?

- Sí que me lo parece. Es una pasada. – Contestaba él.

Y me miraba de nuevo sonriendo. Como deseando abrazarme y besarme a la vez. Todo a la vez.

- Mira. Todavía quedan restos. Aquí pasábamos los veranos enteros construyendo cabañas. – Dije de pronto.

- No veo nada.

- Fíjate, mira entre la maleza. ¿No ves unos plásticos y unas maderas?

- Sí, es verdad.

- Pues eso es todo lo que queda de nuestras cabañas…

Y entonces me abrazó. Me detuvo de golpe y me agarró de la cintura con fuerza. Acto seguido me besó en los labios y luego me dijo.

- Creo que me gustas.

- Tú también me gustas un montón – respondí de forma mecánica.

Y sin mediar una palabra más continuamos andando. En medio del camino había una enorme cagada de vaca y justamente en el centro una pisada humana. Nos hacía gracia pensar en la persona que había tropezado con ella. Seguramente se había enfadado un montón al hacerlo.

Nos gustaba suponer y transformar la realidad. Así todo era mucho más divertido.

Caminamos un poquito más y llegamos a un claro del bosque. El sol brillaba y se reflejaba en las montañas. Los colores del otoño formaban una paleta rica en matices dorados. Y soplaba un viento helado que transportaba fragancias de hierba mezcladas con barro.

A los cinco minutos tomamos la carretera que nos llevaba de nuevo directos al pueblo.

A nuestra derecha se levantaban majestuosas un montón de fincas de veraneo. Mientras caminábamos a grandes zancadas yo le contaba cómo antaño, solíamos hacer planes para colarnos dentro y bañarnos en sus piscinas. Él alucinaba con mis historias. Estaba claro que ahora me tocaba a mí. A él no le importaba escucharme. Sabía que a mí tampoco me importaría escuchar sus historias en el futuro.

Me miraba con supremo cariño y su expresión me hacía feliz.

Y entonces me abrazó de nuevo. No quería soltarme. Yo tampoco a él… No queríamos soltarnos hasta llegar al pueblo.

A lo lejos, sobrevolaba un grupo de patos salvajes en forma de uve. Seguramente se dirigían hacia zonas más cálidas.

- Me gustaría formar parte de una bandada de patos salvajes. Me gustaría emigrar como ellos hacia zonas más cálidas. ¿Te imaginas? – Dije mirando al cielo.

Nadie contestó ni tampoco nadie dijo nada. Hablaba sola y caminaba sola por la carretera.

Mi compañero había desaparecido. Y todo se tornaba gris oscuro.

Comenzó a llover con fuerza. Los coches circulaban a toda velocidad y parecían querer atropellarme. Soplaba un horrible viento que me hacía tiritar con violencia. Llegué a casa empapada y encendí la luz del salón. Las persianas estaban bajadas y la casa totalmente a oscuras.

Una maravillosa nostalgia paralizaba mi cuerpo…

¡Qué felices habríamos sido los dos caminando juntos por el bosque!




Aquella misma noche volví de nuevo al viejo puente de piedra. Necesitaba volver a verle y sentir una vez más su compañía. Confiaba en que aparecería de improviso como lo había hecho antes. De repente le vi. Caminaba inclinado y se acercaba despacio. El cielo azul oscuro recortaba una silueta negra que avanzaba lentamente y en silencio. Aparté la vista unos segundos y cuando quise volver a mirar ya estaba sentado junto a mí. No dijo nada. Me rodeó con el brazo y se dispuso a observar el cielo. Los murciélagos revoloteaban sobre nosotros. Las ranas entonaban macabras melodías desde una oscura charca cercana.

Y entre los matorrales los grillos murmuraban su cortejo nocturno.

El aire era cálido, agradable. Por alguna extraña razón había cambiado la temperatura de golpe. Me sentía en armonía mirando el cielo junto a él. Podía verlo todo reflejado en sus ojos. El viejo puente, las nubes, los árboles… todo. La luna llena iluminaba parte de su rostro. Su extrema palidez creaba un poderoso influjo que me volvía loca. No podía soportarlo. ¿Por qué no era real? Nos besamos y nos despedimos. Entonces aquella encorvada silueta desapareció para siempre, dejándome de nuevo sola en medio de la oscuridad.

Una maravillosa nostalgia paralizaba mi cuerpo…

¡Qué felices habríamos sido los dos observando juntos la luna en el cielo!


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