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martes, 4 de septiembre de 2012

Los zapatos rojos

Estaban demasiado cansados como para querer hacer nada mejor. Se lo pasaban en grande tumbados en el suelo de su habitación observando el techo. De repente apareció su madre y les dijo:

-          ¡Mirad como tenéis vuestra habitación! ¡Parece una leonera!

Su madre les amenazaba.

-          Ya podéis limpiarlo todo en seguida. Si en cinco minutos vuelvo y todo sigue desordenado, ninguno de los dos cena hoy. ¡He dicho!

Y se largó de un portazo. Acto seguido se miraron ambos a los ojos y se pusieron manos a la obra. Empezaron a ordenar sus juguetes y toda la ropa que habían ido acumulando desde hacía una semana. Entre todas aquellas prendas había un par de zapatos rojos que despertaron la curiosidad de su gato. Entonces éste le preguntó.

-          ¿De dónde han salido este par de zapatos rojos? Son muy bonitos. ¿De dónde los has sacado?

Su dueño y compañero se hacía el despistado pero finalmente le contó la historia.

-          Estos zapatos eran de una chica que vivía muy cerca de mi casa. Los veranos solíamos pasar mucho tiempo los dos juntos jugando en su jardín. Pasábamos horas enteras jugando en el porche de su casa hasta que se hacía de noche. De todos los juegos que compartíamos, nuestro preferido era el de la hora del té. Acompañábamos nuestros brebajes caseros fabricados con agua del grifo con briznas de hierba y montones de tierra que simulaban ser comida. Ella colocaba perfectamente su vajilla de juguete sobre una pequeña mesa de camping y luego me ofrecía con afecto probar de cada plato. Lo hacía con una voz muy suave mientras me miraba a los ojos. Recuerdo que yo simulaba comer y beber de aquella comida como si se tratase de comida real. Aquello me hacía tan feliz que no soportaba cuando de repente, llegaba la hora de volver a casa. Un día que yo salía de su jardín y me disponía a volver a mi casa, me crucé con un par de chicos del barrio. Éstos se dedicaban a deambular por la calle sin nada mejor que hacer. Por lo visto habían estado fisgando a través de la valla y habían observado con regocijo cómo jugaba con ella. Aquello les hacía mucha gracia y entonces empezaron a burlarse de mí. La verdad es que no soportaba que se burlasen de la gente. Me daba mucha rabia cuando lo hacían y sobre todo no soportaba que lo hiciesen a mi costa. Me entraron ganas de ponerme a llorar pero me contuve. Ellos me acusaban de estar locamente enamorado y se pitorreaban de mí. Para demostrar que no era cierto me retaron a dejar llorando a mi vecina. Decían ellos que así demostraría que no estaba enamorado. Al día siguiente fui a su casa. Ella me esperaba con la mesa bien dispuesta como todos los días. Sin decir una palabra me acerqué hasta mi amiga y de un manotazo derribé  todos los vasos y los platos que había sobre la mesa. Acto seguido ella se puso a llorar. Entonces sentí el dolor más intenso que había experimentado jamás y me largué de allí corriendo. Mis vecinos lo habían visto todo desde fuera y seguían mofándose de mí. No había servido para nada mi demostración. Pasé de ellos y me aislé durante cuatro días encerrado en mi habitación. A la semana siguiente mi madre me dijo que mi vecina y toda su familia se habían mudado de barrio. Jamás la volví a ver y nunca pude disculparme ni tampoco decirle lo mucho que la quería. Solamente conservo estos zapatos rojos que un día ella me regaló.

-          Vaya. – Dijo su gato y mascota. Que historia tan triste. ¿Sabes que tiene solución no?

-          No, contestó el niño. ¿Cuál?

-          Tenemos la máquina del tiempo. ¿O es que ya no te acuerdas?

-          ¡Es verdad! ¡Vamos! ¡No perdamos un segundo!


Entonces viajaron ambos al pasado. Entraron en el jardín de la chica y escalaron un árbol hasta llegar a la altura de su ventana. Desde allí observaron a la chica llorando y sentada en su cama. De repente su madre entró y le dijo que preparara sus maletas. Se mudaban aquel mismo día. Ella intentaba disuadir a su madre con la intención de poder despedirse de su vecino y amigo, pero estaba claro que no le hacía ni caso. Cuando la madre se fue, entraron el chico y el gato por la ventana. La niña se asustó y se puso a gritar. No les reconocía después de tantos años. Salieron rápidamente de su cuarto y pensaron en un plan B. De repente el gato se acordó que tenía guardada en el bolsillo su manta mágica del tiempo. Cubrió al chico con ella y de repente lo convirtió en el niño que había sido antes. Entonces sí que al entrar la niña le reconoció y acto seguido ambos se abrazaron. Mientras se abrazaban el chico se disculpó. Le dijo con lágrimas en los ojos que sentía haberse portado tan mal con ella y que la iba a echar un montón de menos. Ella sonrió y rápidamente abrió su armario y sacó una maleta llena de trastos de cocina de juguete.

-          Toma.-  Le dijo la niña. - Un obsequio. Te lo regalo para que nunca te olvides de mí y para que siempre me recuerdes. Yo tampoco me olvidaré nunca de ti porque te quiero.

Y se despidieron con un beso mágico.

Cuando regresaron él y su gato a casa no cabían en su cuarto de lo contentos que estaban. De repente entró su madre y observó que todo seguía patas arriba y que además había un objeto añadido al desorden de aquella habitación. Una maleta llena de trastos.

-          Pero, - dijo su madre -¿Cómo es posible que en todo este tiempo no hayáis sido capaces de recoger nada sino que además hayáis añadido más trastos a todo este desorden? Hoy muchachitos os habéis quedado sin cenar los dos.




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