Aquel trabajo no le sentaba
bien. A veces se le ponía cara de loco y su rostro no expresaba para nada su
verdadero estado de ánimo. No significaba que por ello odiara a todo el mundo.
Aquello también le incluía a él mismo.
De hecho, aquello mismo le
redimía.
Llevaba toda la tarde
agachando el lomo, siendo amable incluso con la gente que no se merecía su
amabilidad. Y era su amabilidad algo especial. No tenía que ver con nada
pactado ni tampoco con ningún estúpido protocolo. Era sus ojos cuando buscaban
una complicidad que nunca era correspondida. Era sus gestos y movimientos. Pensaba
entonces que no había nada que hacer. Lo había intentado todo pero nada. Algunas
veces se topaba con algunos clientes que deseaba conocer pero estaba claro que
aquel no era ni el momento ni el lugar de charlar. En cuanto lo intentaba,
cruzaba una extraña e invisible línea y se encontraba de nuevo solo. Hablaba
consigo mismo y se daba cuenta de lo que pensaba. El problema era que nadie más
se daba cuenta.
Ni siquiera su rostro
acompañaba tan dulces pensamientos. En su fuero interno quería salvarlos a
todos, incluso a sí mismo. Pero la verdad y el trabajo físico le devolvían de
nuevo a la realidad y le recordaban que no era posible, que no había nada que
hacer.
Cuando la jornada tocó su fin
se largaron todos a sus casas. Todos menos él y dos de sus compañeras de
trabajo. Todavía les quedaba limpiar el bar y hacer un par de viajes al almacén
para reponer lo gastado. Salió del bar y se puso a observar la fachada de la
catedral. Brillaba intensamente iluminada con los últimos rayos del sol. Entonces
se puso a pensar en cosas muy dulces pero de repente se le colaron intrusas
tareas pendientes entre toda la poesía del mundo. Ese día le tocaba a él ir al
almacén. Bueno, realmente se había ofrecido. Se ofrecía constantemente sin
pedir nada a cambio y no intentaba demostrar nada. Aquello le hacía especial o
ni siquiera eso. Como todos, sabía que sus buenas acciones tarde o temprano le
serían devueltas. Eso era egoísmo del bueno. Era tan humano y precioso a la vez
que pensaba que no había nada de malo en desear cosas buenas para uno mismo.
No consideraba malo ser
humano y eso era un alivio para él y para el resto.
Hizo dos viajes al almacén.
En el segundo viaje se quedó un rato largo intentando recordar si olvidaba
algo. De repente escuchó unos pasos. Eran los pasos de un transeúnte que
caminaba lento por la acera de enfrente. Miraba para todos los lados y parecía
perdido. Se acercó el hombre hasta una verja que lindaba con el patio interior
de la catedral. Levantaba los brazos y gritaba como un loco a través de los
barrotes. Parecía desesperado. Acto seguido, el chico vio como se acercaba una
silueta a lo lejos desde el interior de la catedral. Parecía la silueta
encorvada de un cura. El transeúnte le preguntó algo, no sabía el qué, pero
parecía que demandara información. Era de noche y tampoco se adivinaban con
claridad sus gestos.
La silueta negra de la
catedral recortaba perfectamente el gris oscuro del cielo nublado y nocturno.
La estampa era maravillosa con las farolas iluminando las aceras.
De repente sonó un disparo.
Tardó en reaccionar pero
tardó muy poco en darse cuenta de que delante de sus narices se acaba de cometer
un asesinato. Se quedó embobado mirando la espalda del agresor. Llevaba una
preciosa gabardina beige. Pensó que
le gustaría ver su rostro. Comprobar sus facciones y poder demostrar que los
locos no tienen cara de locos. Que los asesinos no tienen cara de locos y que
tampoco los locos tienen cara de locos. Demostrar que ni siquiera las personas
tienen cara de locos. Mientras imaginaba todo aquello la silueta se giró
lentamente. Pensó que lo más prudente sería esconderse por si las moscas. Ni
siquiera lo pensó, lo hizo. Rápidamente se ocultó dentro del almacén muerto de
miedo. Entonces sí que pensó en llamar a la policía. El caso es que no llevaba
el móvil encima. Acurrucado como una cucaracha esperó a que aquel tipo se
largara. Sin embargo no se iba. Los pasos de aquel hombre sonaban cada vez más
cercanos. Entonces la sombra del asesino se deslizó por debajo del marco de la
desvencijada puerta de madera del almacén y se detuvo. Temblaba el chico como
gelatina de menta mientras su asesino se lo pensaba. Entonces para olvidarse de
todo cerró los ojos con fuerza.
Millones de luces de colores
se formaron sobre un fondo granate oscuro. La imagen del cura y de su agresor
se mezclaron ambas con sus pensamientos más profundos No podía determinar con
exactitud qué pasaba pero el caso es que ya no sentía su cuerpo.
Ya no sentía nada.
Abrió los ojos. La sombra de
la entrada había desparecido. Salió a la calle pero no vio nada. Ni siquiera el
cuerpo inerte del cura. Se lo había inventado todo por aburrimiento. Se lo
había imaginado todo. Se suponía que imaginaba historias que no tenían nada que
ver con la realidad cotidiana. En el fondo tampoco podía imaginar de qué
trataba su vida cotidiana ni la de nadie y por eso inventaba historias
descabelladas. Pensaba que la vida era un misterio demasiado simple.
Y su cabeza no dejaba de dar
vueltas. No dejaba de pensar y de intentar acordarse para qué demonios había
hecho ese segundo viaje al almacén.
…
Madre que final! Y todo eso que se le pasa por la cabeza...genial!
ResponderEliminargracias por leerme!
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