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jueves, 28 de junio de 2012

La pistola de agua

Después de dos días insistiendo para que se la compraran, por fin aquella tarde la consiguió. Era de plástico transparente y de color amarillo. La estrenaron ella y sus hermanos sin perder un solo instante. Se la turnaban con exactitud y se mojaban la ropa con sus disparos. Se hacían líneas en la camiseta y se salpicaban el pelo. La rellenaban en la fuente de hierro pintada de verde y con cara de león. Se la turnaban pero la pistola era suya. De vez en cuando tenía que recordárselo a sus hermanos cuando éstos se hacían los despistados. Entonces se la devolvían a regañadientes.

Era su pistola y cuando ella lo decidía se la tenían que devolver.

En una de aquellas exigencias, uno de sus hermanos mayores se negó a devolvérsela. Ella gritaba y estiraba de la camiseta de su hermano para recuperarla. No tenía nada que hacer. Su hermano era mucho más alto y mucho más fuerte. Jugaba con ella y le gustaba verla sufrir.

-          ¡Si no me la devuelves ahora mismo subo a casa y se lo digo a mamá!

Entonces su hermano lanzó la pistola con todas sus fuerzas hacia el cielo. Atravesó la pistola un montón de hojas de platanero y se quedó atascada en una rama.

Se quedó encalada su pistola a trece metros de altura. Ella esperaba por lo menos que una ráfaga de viento agitara los árboles y la precipitara contra el suelo.

Nunca ocurrió tal cosa.

Se marcharon sus hermanos y ella se quedó sola esperando. De fondo sonaban las campanas de una iglesia cercana. Y ella miraba con detenimiento su pistola de plástico enganchada entre las ramas. Deseaba con todas sus fuerzas recuperarla. Sin embargo la tuvo que abandonar. Al día siguiente ya no estaba.

Había desparecido.



viernes, 22 de junio de 2012

El insecto tornasolado


Nació la chica más bella de todas con un insecto pegado en la parte posterior del cuello. Los médicos dijeron a sus padres que con el tiempo se podría operar. Creció la niña con su parásito y aprendió a vivir con aquello. No obstante intentaba ocultarlo siempre que podía. A veces en la playa o en la piscina se topaba con indeseables que la insultaban. Se rumoreaba en su colegio acerca de su defecto y sus compañeros la rechazaban. Sin embargo, ella se sentía cada vez más unida a su insecto. Cuando se hizo mayor de edad los médicos le comunicaron que por fin era posible una intervención quirúrgica. En la cocina le esperaban sus padres y su novio con una horrible sonrisa en sus rostros para ingresarla en el hospital.

Lo que no sabían ellos es que había cogido cariño a su insecto.

Formaba parte de ella y no estaba dispuesta a que se lo arrebataran. Se escapó de casa y cogió el primer autobús que pudo. Acabó deambulando a la deriva por un barrio desconocido y alejado de todos ellos. Caminaba junto a su insecto y no necesitaba a nadie más. Muy cansada se tumbó en la hierba de un parque y se quedó dormida.

Paseaba en sueños por la playa. Caminaba por la orilla con su traje de baño preferido. Un traje amarillo claro con rayas rosas. La gente le aceptaba y ya no tenía nada que ocultar. A lo lejos un velero surcaba las olas y el sol del atardecer se reflejaba en el mar. Las olas le mojaban y le salpicaban las piernas.

Formaba parte de algo importante y se sentía feliz de ser quien era. Se sentía feliz de ser ella misma.

De repente se despertó y se dio cuenta de que todo había sido un horrible sueño. No sabía dónde estaba ni tampoco cómo había llegado hasta allí. Se había hecho de noche y hacía mucho frío. La oscuridad le rodeaba y le acechaban las sombras de su pasado. Un poco asustada se tocó el cuello y cuando quiso acariciar a su pequeño insecto, muy alarmada, se dio cuenta de que ya no estaba.

Había desaparecido.

De rodillas, buscó desesperada y a tientas por la hierba. Lloraba desconsolada pero no encontraba su parásito. Exhausta se tumbó de nuevo. De repente sintió un terrible dolor de cabeza y acto seguido perdió la conciencia.

Al día siguiente la policía la encontró tumbada en el parque y con un brazo extendido. Su corazón había dejado de latir y a unos pocos metros hallaron el cadáver de un extraño insecto hueco y tornasolado cubierto de hormigas.


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Nueva colaboradora

Hola, me llamo Blonde Red Hollie y a partir de ahora publicaré mis relatos y papier collés junto a Blonde Red Howard en este blog. 


Muchas gracias y me alegro de saludaros a todos.

B.R. Hollie.

jueves, 21 de junio de 2012

Con las persianas bajadas


Salió de su casa pero no encontró a nadie en la plaza. Estaba desierto su pueblo.

Y los coches vibraban calentando como radiadores el ambiente. Una especie de masa cargada de radiaciones electromagnéticas flotaba y se propagaba en el aire. No llevaba consigo un termómetro, pero seguro que marcaría por lo menos una temperatura de unos cuarenta y cinco grados centígrados. Los rayos del sol incidían perpendicularmente sobre su pelo negro y cuando se tocaba la cabeza con las manos se quemaba las puntas de los dedos.

Había quedado con sus amigos después de comer pero supuso que ninguno de ellos aparecería por allí.

Se acercó frunciendo el ceño hasta una fuente de cemento construida hacía muy poco en medio de la plaza. Presionó el grifo de metal con un puñetazo y bebió muy rápidamente un trago de agua caliente.

Un montón de avispas deambulaban cerca de un charco que formaba la fuente. Revoloteaban y tocaban la superficie del agua del suelo. Algunas se chocaban contra sus piernas mientras millones de rayos ultravioletas se fundían con una masa de aire tórrido que golpeaba su cerebro.

Atravesó la plaza arrastrando los pies y se introdujo de nuevo en su salón.

Allí dentro todas las persianas estaban bajadas y cerradas las ventanas. Las paredes de piedra le aislaban del calor del verano. Flotaban en aquella oscuridad partículas de hielo. Era como si de repente le arrojaran un cubo de agua fría por encima. Su piel se impregnaba de aquellas partículas y la oscuridad reconfortaba su mente. Su pelo se relajaba y cambiaba de temperatura su cuerpo.

Sin pensarlo siquiera un instante se tumbó en el sofá.

De repente sintió cómo un baño de telas rodeaba sus piernas. Su rostro y sus brazos se revolcaban en una masa de hielo informe. La oscuridad le abrazaba y acariciaba su cuerpo. Reposaba dentro de una nevera y en medio de un desierto de fuego.

Flotaba en un colchón de nubes y debajo de una cascada de nieve.

Entonces decidió que nunca más saldría de casa. Esperaría tumbado en su sofá hasta que por lo menos el sol se ocultara detrás de las montañas.

En la oscuridad de su salón de piedra y con las persianas bajadas.


viernes, 15 de junio de 2012

Se zampó su bocadillo de queso


Una mañana cualquiera del mes de Junio salió de su estudio muy temprano. Necesitaba tomar un poco el sol y hacer unos recados. Encargó unos pinceles y algo de de pintura y luego se compró media barra de pan y un poco de queso. Introdujo la comida en su bolso y se puso a caminar por las calles de Warwick.

Y caminaba como un fantasma. La luz del mediodía le dejaba casi ciego y le obligaba a fruncir el ceño continuamente. Se cruzaba con gente que ni siquiera observaba. Sin embargo, le daba la sensación que los demás sí que le observaban. El peso de aquellos rostros severos se amontonaba sobre su frente.

Y no necesitaba nada más que rodearse de árboles y de cielo.

Atravesó entonces el puente que cruzaba el río Avon y accedió por una pendiente que le arrastraba irremediablemente hasta la cima del castillo.

Resultaba tan agradable recorrer aquellos senderos que por un momento se pudo olvidar de todo lo que le preocupaba. Los pájaros se agitaban entre las ramas de los eucaliptos. Las ardillas recorrían inaccesibles las copas de los árboles.

Y producían en su espíritu aquellos animalitos una maravillosa sensación de bienestar.

A su izquierda, la fachada norte del castillo lindaba con un sendero tan oscuro como su corazón. Imaginaba poder descender por la escarpada y húmeda pendiente de la montaña y descansar junto a los insectos y las babosas. Los ratones y las arañas rodearían su cuerpo y le protegerían de los intrusos. Saciaría su sed con efluvios de barro y de musgo y alimentaría su cuerpo de oscuridad. Podía ser que incluso alguien saliera de las mazmorras y le diera cobijo. No estaba seguro pero no albergaba dudas de que alguien se compadecería de él.

Buscaba incansablemente algo de caridad y pensaba que quizás en el fondo de aquel foso la encontraría.

Eso dictaba su mente mientras le arrastraba el camino. A cada paso encontraba mejores y mayores estímulos. De repente, casi sin darse cuenta, llegó hasta la cima.

Y no sentía nada especial. A lo lejos divisaba los límites de la civilización. Divisaba los límites que también le arrastraban de forma irremediable. Producían aquellos lugares concretos en su espíritu una sensación indescriptible que algunos poetas se obcecaban en definir con palabras. Entonces siguió su camino y eliminó aquellos mapas de su mente. El descenso le obligaba a transitar concentrado por caminos abruptos. Caminos que rodeaban las formas de las montañas y que abrazaban el castillo. Un montón de gravilla blanca se mezclaba con algunas hojas secas. Pisaba con fuerza la gravilla y pisaba con fuerza también aquellas hojas.

Arrollaba con todo y se sentía un intruso patoso.

De pronto invadió la fachada oeste del castillo. Y una puerta se cerró de golpe en sus narices. Empujó la puerta con el hombro pero no había nada que hacer. Golpeó con los nudillos la madera agrietada esperando a que alguien escuchara su llamada inoportuna, pero nadie contestaba.

Decidió que lo más prudente sería dejar de molestar y encaminó sus pasos hacia el río.

Por aquella zona seguro que había gente. La gente degustaba los lugares donde había gente. Se sentó en un muro cerca de la orilla y observó la estampa. Dos señores charlaban muy animados mientras su perro hacía sus necesidades por el césped. Un joven sentado junto a una mujer arreglaba su caña de pescar.  A dos metros de distancia estaban un hombre adulto y un niño pescando. Parecían muy contentos y en parte envidiaba su felicidad.

No podía disfrutar él de sus actividades ni lo más mínimo. Forzaba su soledad de una forma terrible y era incapaz de disfrutar en compañía como lo hacían los demás. Pensó que quizás por ello todos le consideraban un bicho raro.

Lo pensaba y por lo menos se tranquilizaba haciendo ese tipo de conclusiones.

Se levantó y caminó por la margen izquierda del río mientras observaba la fachada del castillo. Las ventanas de colores contrastaban perfectamente con las rejillas de color blanco. Se consideraba un observador excepcional y en algunos aspectos aquello le hacía sentirse superior. Sin embargo, empezaban a pesarle las ojeras y pensó en sentarse y descansar.

Necesitaba de pronto comer algo y volver de nuevo a su estudio.

Cuando ya se disponía a retirar la vista de la fachada, descubrió alejada y asomada en la ventana del castillo la silueta melancólica de una dama. En realidad, era su postura la que parecía melancólica. Pensó que le gustaría transitar el foso de la fachada norte del castillo con aquella silueta. Demostrarle que su realidad cotidiana podía ser maravillosa y que a pesar de que a veces la rutina perdiera su sentido, siempre existía un lugar deliciosamente oculto dentro de uno mismo.

La vida podía ser interesante a pesar de todo. Y aquella fachada iluminada lo mostraba todo de manera muy superficial. Algo más interesante eran aquellos fosos plagados de murciélagos y de alimañas. Contrastaba el exceso de información de aquella fachada con la maravillosa y velada introspección de la fachada norte del castillo.

 Fachada norte que nunca llegaría a pintar.

Se introdujo de repente la silueta en el castillo. Entonces siguió su camino y se sentó en un banco a la sombra. Con la mirada perdida se zampó su bocadillo de queso. Se lo zampó mientras pensaba que para nada le ayudaban todas aquellas reflexiones.

Eran todas alucinadas y superficiales. No formaban parte de sus objetivos. Lo que tenía que hacer estaba claro. Volver inmediatamente a su estudio de la calle Silver y olvidarse de todo lo demás. Encerrado y aislado del resto del mundo podría terminar sus encargos y abandonar cuanto antes la ciudad de Londres.






 Texto realizado en Mayo de 2012 a partir del cuadro “Fachada sur del castillo de Warwick” de Giovanni Canaletto.

martes, 12 de junio de 2012

From lost to the river


Todos los veranos le mandaban a los campamentos de verano en inglés que organizaba su colegio. Eran muy aburridos y estrictos y casi no dejaban espacio a la improvisación.

Cualquier movimiento en falso era censurado y penalizado sin remedio. 

A pesar de que le prohibieran hablar en castellano, él lo hacía siempre a escondidas. No consideraba una falta tan grave expresarse en su lengua materna cuando le obligaban a utilizar el inglés de forma sistemática. Contara lo que contara siempre debía hacerlo en la lengua de Max Beerbohm, Gregory Benford o cualquiera de otros tantos ingleses que desconocía y detestaba. Eran sus padres, inducidos por sus profesores, los que le habían mandado obligado y en pleno verano a sufrir aquellas interminables jornadas de clases de inglés.

Eran los profesores los que habían decidido por todos y cada uno de los niños que pululaban por aquel campamento.

La verdad era que a veces lo pasaba bien y que tampoco le costaba gran esfuerzo hablar en inglés. Poco a poco lo había ido interiorizando y casi sin pensarlo lo expresaba maravillosamente. El problema era cuando contaba chistes. Eran imposibles de traducir aquellos juegos de palabras.

Trasladados al inglés no tenían ningún sentido.

Una fresca y soleada mañana de Agosto, después de desayunar, cuando estaban todos ordenando y haciendo las camas, él y sus amigos se pusieron a contar chistes verdes a escondidas y en castellano. Las risas locas de todos ellos llamaron la atención de los monitores. Entonces fue cuando uno de aquellos esbirros mecánicos pegó la oreja en la puerta de su habitación. Estuvo el monitor un rato escuchando como se jactaban sus alumnos y como lo hacían en el idioma prohibido. De repente abrió el monitor la puerta de golpe.  

Enmudecieron todos de repente. Y era lógico. Recibirían su castigo personalizado los cuatro miembros de aquella habitación.


Después de una larga reunión entre monitores, decidieron que dos de ellos limpiarían los retretes pero el resto, que eran él y uno de sus mejores amigos, serían expulsados. Ya no soportaban los monitores su presencia nociva en aquel campamento. No era la primera vez que les pillaban in fraganti. Eran unos inadaptados y los organizadores estaban hasta el gorro de los dos. Decidieron que limpiar retretes no era castigo suficiente y les comunicaron que estaban expulsados irremediablemente de su campamento.

-          Preparad vuestras mochilas. Os vais hoy mismo. Iréis andando hasta el pueblo más cercano y desde allí cogeréis un autobús que os llevará hasta vuestras casas. No os queremos tener aquí. ¿Entendido?

-          Muy bien. – Contestaron los dos con cara de cordero degollado.


Muy tristes y preocupados prepararon sus mochilas sin hablar entre ellos. Estaban dispuestos para largarse y los monitores les abrieron las puertas del albergue para que se marcharan de una vez por todas.

-          Ya sabéis dónde está la puerta.

Ni siquiera se despidieron. Mientras avanzaban él y su amigo, los demás chicos del campamento les observaban. Algunos lo hacían con cara de pena y otros lo hacían entre risitas. Se habían convertido de repente en los apestados, los rechazados. Nadie quería tener nada que ver con aquellas dos ovejas negras. Todo resultaría mucho mejor en el momento exacto de su desaparición. Su presencia empezaba a resultar incómoda para todos los miembros de aquel club.

Lo curioso de todo es que poco a poco ellos iban aceptando su castigo. Iban aceptando su expulsión y de alguna forma se sentían especiales. Cuando perdieron de vista a todos, compañeros y monitores, respiraron con tranquilidad.

-          ¿Cuántos kilómetros nos separan del pueblo más cercano?- Le preguntó su amigo.

-          No estoy seguro. – contestó él. – Pero creo que unos quince.

-          Cuando se haga de noche y empiece a hacer frío,  ¿Que vamos a hacer?

-          No lo sé. Quizás debamos construir una cabaña en el bosque con troncos y ramas de árbol. Algo improvisado.

-          ¡Claro! También tendremos que preparar un fuego para calentarnos y cocinar algo entre las brasas. Podíamos pescar un par de peces en el río y luego asarlos en la hoguera. ¿Qué dices?

-          Me parece una buena idea.

-          ¡Estupendo! - Expresó emocionado su amigo. - ¡Tengo ganas de que se haga de noche!


Entonces empezaron ambos a reír a carcajadas. Y con la mirada de frente observaron el horizonte.

Las ramas secas de los árboles esparcidas por la hierba rodaban y se chocaban entre sí.  Al fondo, unos chopos agitaban sus copas movidas por el viento. Viajaban aquellas ráfagas desde los picos más lejanos y helados hasta el centro del valle. Las nubes rozaban las montañas y aparecían por primera vez rosas, violetas y azules. El aire puro acariciaba sus rostros y les embargaba una emoción inusitada. Andaban por la carretera con sus mochilas llenas de ropa y no tenían nada que temer.

Se hacían ambos compañía inseparable.

Avanzaban con paso firme y con la cabeza bien alta. De repente les unía algo especial y maravilloso. Allí estaban ellos dos solos y sin que nadie les dijera lo que tenían que hacer. No había actividades organizadas ni tampoco deportes obligatorios. Se habían acabado las clases y los rezos de par de mañana.

Eran libres y por arte de magia su castigo se había convertido en una bendición.

De repente, a sus espaldas, escucharon el rugido suave y continuo de un motor. Un coche circulaba a su altura mientras ellos seguían andando. Acto seguido se bajó una de las ventanillas y se asomó de pronto uno de sus monitores.

-          Chicos, que lo hemos pensado mejor y hemos decidido no expulsaros. Limpiareis los retretes como el resto de vuestros compañeros.

Estaba claro que todo había sido una especie de broma. Sin embargo ellos ya se habían hecho a la idea de seguir con aquello. No aceptaban limpiar retretes y tampoco aceptaban que de golpe y porrazo les arrebataran la posibilidad de vivir una aventura juntos y lejos de todos ellos.

-          No hace falta. Aceptamos nuestro castigo. Creo que nos lo merecemos. Somos un mal ejemplo para el resto de nuestros compañeros. Aceptamos nuestra expulsión.

Con el gesto torcido y un poco confuso su monitor contestó.

-          Bueno, que lo hemos discutido y creemos que puede que nos hayamos pasado con el castigo. Pensamos que ha sido excesivo. Os perdonamos si vosotros nos prometéis que no volveréis a desobedecer las reglas del campamento.

-          ¡No! ¡Aceptamos el primer castigo impuesto! ¡Nos largamos! –Respondieron ambos acelerando el paso.

No estaban dispuestos a que sus monitores les cortaran las alas. Sin embargo aquellos cuatro engendros motorizados eran los responsables de todos los miembros del campamento y no podían abandonarles en ningún momento. Todo había sido un montaje cutre, una especie de lección.

-          ¡Entrad al coche ahora mismo si no queréis que llamemos a vuestros padres!

Estaba clarísimo. Menuda lección habían recibido. Nada que ver con la lección que sus monitores pensaban haberles dado. Por un momento habían soñado que eran libres, que disponían de su tiempo y de su propio espacio privilegiado. Por un momento, ellos dos, habían recibido una lección de solidaridad y de compañerismo impuesta por ellos mismos. Habían sentido que ambos se protegerían y que pasara lo que pasara y acechara el peligro que acechara, estaban juntos en todo.

Volver al campamento les suponía la muerte de todo aquello. De nuevo las clases y los deportes,  las reglas y las competiciones.

Eso sí que lo consideraban un castigo.