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viernes, 7 de septiembre de 2012

Salir del barrio

Sus tres amigos estaban esperando en una furgoneta roja cuando salió de casa. Los tres llevaban los mismos plumíferos pero de colores distintos. A él no le llegaba para uno pero no le importaba. Le parecían un poco ridículas todas aquellas prendas de montaña con sus marcas bordadas siempre visibles en el pecho. Prefería forrarse de muchas capas de lana y parecer una cebolla humana. Se preocupaba por lo menos de no parecer un pavo en medio de la nieve.




Y eso sus amigos lo entendían a medias.



Cuando llevaban casi tres horas de trayecto por carretera, llegaron por fin a la estación. Estaba plagada de señores y señoras y de niños y niñas con sus esquíes a cuestas. El sol brillaba en el cielo y se reflejaba en la nieve de forma intensa. Una vez más se preguntó el chico qué demonios hacía él en medio de la naturaleza. Se sentía mucho mejor en casa o dando un paseo por su barrio. En la montaña se cansaba con solamente mirar al suelo y dar tres pasos. Y la verdad era que ya no tenía escapatoria. Estaba con sus amigos allí mismo y no le quedaba otra que alquilar unos malditos esquíes y pasarse el día entero deslizándose por aquellas pistas con ellos.



Aparcaron la furgoneta y salieron los cuatro a la carretera. Soplaba un viento helador y el frío se le colaba entre las costillas. Sus amigos enfundados en sus plumíferos se reían de él. No le importaba. Parecían profesionales pero en fondo no lo eran en absoluto. Solamente esquiaban por afición. Y realmente tampoco lo hacían tan bien. El caso es que estaban contentos y bromeaban todo el rato a su costa. Lo que en el fondo les fastidiaba era tener que perder el tiempo y tener que acompañarle a él para que alquilara sus propios esquíes. Cuando salieron de la tienda de alquiler con las tablas en los pies parecían todos ellos patos mareados. Con aquellos horribles esquíes no había persona humana que anduviera con normalidad.



Se pensaban sus amigos que así, con esas pintas, eran lo más. Y realmente solo eran unos pringaos.



Ahora lo que tenían que hacer era ponerse a la cola. Una cola de patosos mudos esperando su turno. Cuando éste llegaba, enganchaban su entrepierna en un arrastre frío como el hielo y se dejaban llevar como carros.



¿Qué diantres empujaba a todos ellos a divertirse de una forma tan incómoda? ¿Qué fuerza les empujaba a seguir allí con todo su cuerpo en tensión y helándose la nariz? Y otra cosa. ¿Por qué la gente fumaba y hacía ejercicio a la vez? Menuda estupidez. Era como curarse una herida reciente con yodo y acto seguido rociarla con raticida. Él fumaba como un carretero sí, pero no hacía ejercicio, o al menos lo evitaba a toda costa.



La verdad, no entendía casi nada.



Cuando llegaron hasta la cima de la montaña, sus amigos se colocaron en posición de descenso. A él todo aquello le importaba un pimiento. Prefería quedarse mirando el paisaje y ver como la niebla iba cubriendo las cimas de las montañas. Los esquiadores eran puntitos y soñaba con descubrir entre todos aquellos seres humanos algo extraordinario. Se imaginaba una especie de yeti entre los pinos que de repente se colaba entre todos aquellos domingueros y los hacía pedazos. Entonces sí que hubiera merecido la pena el viaje. Poder presenciar como aquel horrible ser mutilaba todo a su paso. Entonces la nieve se teñiría de rojo y toda la estación se convertiría en granizado de fresa. Se imaginaba todo aquello con deleite cuando de repente, uno de sus amigos le dijo:



- ¿Qué te pasa? ¿No te atreves a lanzarte? En el fondo no es tan difícil.



Y claro que lo sabía. Sabía que no era complicado esquiar. Solo hacía falta una buena constitución y una pizca de cerebro. El problema era que naturalmente él no contaba con ninguna de aquellas dos insignificancias.



- Lanzaos vosotros primero. – Dijo el chico. – Luego os alcanzo.



- Tu mismo - contestó su amigo.



Y se largaron de allí como flechas. Lo mejor de todo es que no los volvió a ver en todo el día.



Después de bajar aquella pendiente dándose mil trompazos, se detuvo sentado en el porche de un refugio para descansar. Le dolían los pies y con aquellas botas de plástico se sentía un estúpido robot. A la media hora volvió a la tienda de alquiler y recuperó su calzado. Entonces se pasó deambulando por los alrededores de la estación unas cuatro horas más o menos. Se hizo amigo de un perro lleno de nudos y luego se comió un bocata bastante rico y se tomó un café. El resto del tiempo se lo pasó mirando postales en una tienda de souvenirs.



A las cinco horas llegaron sus amigos. Estaban muy cansados y negativos. Se pasaron el viaje de vuelta sin decir casi nada. Sin embargo él, por alguna extraña razón, estaba muy animado.



En el fondo le gustaba salir de su barrio para darse cuenta de que su lugar no estaba muy lejos de su barrio.







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