Hace ya unas
cuantas primaveras que trabajaba por horas en el bar de unos amigos. Hacía todo
aquello que me mandaban sin rechistar. Solían ser trabajos y recados sencillos
que podía hacer cualquiera. El local estaba en la esquina de un barrio muy soso y
allí pasaba las horas obedeciendo e imaginando nuevos relatos. Una tarde de
Junio se atrevieron a dejarme solo allí. Me dijo mi jefe antes de irse:
-
Mira, lo que tienes que
hacer es bien simple. Primero limpias la freidora. Después haces los baños y
pasas la fregona por todo el bar. Cuando hayas terminado, sales y limpias los
cristales de la entrada. Luego quédate en la barra y atiende a todos los que
vengan a tomar el café. No te preocupes, no vendrá casi nadie.
-
De acuerdo. – Contesté -
¿Algo más?
-
Nada más, eso es todo. Yo
volveré hacia las seis.
Y
se largó dándole hondas caladas a su pitillo.
Tenía
tres horas por delante. Me lo podía tomar con calma. Empecé con la freidora.
Limpiarla me llevó más o menos media hora. Después seguí con los baños y con el
suelo del bar. En menos de veinte minutos ya había acabado con todo aquello. Ya
solamente me quedaba limpiar los cristales de la calle. Me seducía enormemente
la idea de llevarlo a cabo. Afuera el sol brillaba con fuerza y el aire era
cálido, casi veraniego. Llené un cubo con agua y jabón y sumergí en el fondo
una espátula y una esponja.
Me
tomaba las cosas con tranquilidad. Me gustaba mi trabajo. Disfrutaba con cada
paso que daba y consideraba que las cosas no me podían ir mejor.
Cuando
llevaba unos veinticinco minutos más o menos rascando la superficie de aquellos
cristales hice un descanso. Me encendí un pitillo y me puse a observar el
paisaje.
El
bar lindaba con unos jardines de hierba escrupulosamente cuidados. Más allá, había
una carretera y detrás una vasta superficie de campos de cultivo. Al fondo, las
montañas recortaban un cielo turquesa que respiraba entre unas nubes de algodón
muy fino. El sol iluminaba de forma oblicua y los pájaros planeaban entre sus
rayos de oro. Para cuando quise darme cuenta ya me había fumado el pitillo
entero. Entonces retrocedí la vista de
nuevo, hacia los jardines que tenía más cerca. Justamente delante de mí y sin
que yo hubiera reparado en ello, se habían tumbado dos adolescentes. Me quedé
observándolos durante un rato. El chico estaba tumbado mirando el cielo y ella se
incorporaba de vez en cuando buscando algo a su alrededor. El césped estaba
lleno de margaritas y la chica recogía las flores que tenía a su alcance, casi
sin esfuerzo. Cuando hubo reunido unas cuantas, las dejó caer sobre la cara del
chico. Él empezó a resoplar y a revolverse con rabia, muy vulnerable. La chica
se reía y acto seguido le plantó un beso en los morros. Pero no era un beso
cualquiera. Le plantó un beso maravilloso, lleno de cariño y muy tierno. De
repente el chico le abrazó como si abrazara un oso de peluche gigante. La trajo
consigo de golpe y empezaron a rodar. De nuevo se besaron. Esta vez fue el
chico quien le besó a ella. Me parecía injusto y absurdo que las cosas fueran
tan simples y maravillosas y que sin embargo a veces, pudieran complicarse
tanto.
No
entendía por qué a veces la vida resultaba tan obtusa.
Miré de nuevo
hacia el cubo. Flotando en medio de un agua turbia estaban la esponja y la espátula.
Flotaban por alguna extraña propiedad física que no recordaba. Se suponía que algunas
cosas obedecían a unos tipos de leyes que regían el tiempo y el espacio. Y no
se podía hacer nada para cambiar esas cosas. Me convencía la idea de que todo pudiera
tener un orden, una especie de significado interno. Me ofrecía la posibilidad
de reflexionar acerca de las cosas que verdaderamente importaban.
Existían
unas leyes para todos y nadie podía escapar de sus efectos. Aún así las cosas
me resultaban complicadas y no podía entender las consecuencias de todo aquello.
Se
levantaron de repente los dos adolescentes. Se sacudieron el cuerpo para
deshacerse de todas las briznas de hierba pegadas en sus pantalones y se
largaron cada uno por su lado. Yo cogí de nuevo la esponja y la espátula y
terminé de limpiar los cristales del bar. Todavía me quedaba una hora, así que
me lo podía tomar con muchísima calma.
...
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