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martes, 22 de mayo de 2012

Los buscadores de cobre
















Estaba cansado y no le apetecía caminar. Le picaban los ojos y le pesaban las piernas. Sin pensarlo demasiado se acercó hasta la parada de bus más cercana y mecánicamente pagó un billete. Acto seguido introdujo los cambios en su bolsillo y se sentó muy cerca de la ventana.

Por lo menos desde allí podía observar el paisaje.

La gente andaba por la calle y volvían todos hacia sus casas. Algunos caminaban con la mirada perdida y pensando en sus cosas. Otros lo hacían acompañados. Había un montón de personas detenidas en medio de la acera que algunas otras aisladas esquivaban por la carretera.

En parte debido a que las aceras eran muy estrechas.

Atravesaron la zona universitaria y se detuvo el autobús muy cerca del barrio de T. Le gustaba aquel barrio porque lo habían construido en medio de la montaña. Y lo habían construido casa por casa, sin planos previos de urbanización. De repente, entre todas aquellas casitas, observó una espesa columna de humo. La columna se elevaba majestuosa entre las casas de ladrillo. Y se formaba en medio de aquella nube tóxica una especie de remolino. Daba la sensación de que sus partículas pudieran teñir el cielo de negro. Sin pensarlo demasiado se lanzó de un salto a la calle. Lo hizo justamente cuando el conductor cerraba las puertas. Pero consiguió salir sano y salvo y poder escaparse de aquel vehículo que de repente odiaba.

Y la columna de humo negro seguía contaminando el aire. El olor a plástico quemado era insoportable. Lo más curioso de todo era que daba la sensación de que a nadie le importaba. La gente seguía con la mirada perdida volviendo hacia sus casas.

Un sol de primavera rozaba la silueta de las montañas. Y en el cielo aparecían sin remedio una luna clara y alguna estrella muy luminosa. Cargadas y calurosas ráfagas de aire circulaban aleatorias por un cielo de color turquesa. Diminutos murciélagos revoloteaban entre los tejados de uralita de algunas cabañas.

Y en las fachadas de la casas se tendía la ropa mojada de todos los vecinos de aquel barrio.

A grandes zancadas se dispuso a buscar el foco del humo. Le poseían unas ganas locas de descubrir de dónde salía aquella espesa columna. Y sobre todo quería conocer la identidad de las personas que la estaban provocando.

Solamente por curiosidad avanzaba como un loco.

Con mucho esfuerzo y recorriendo intuitivamente el laberinto que formaban las casas, logró por fin alcanzar la columna. Sin embargo una valla le separaba de la casa que ocultaba el fuego. Rodeó la valla y cuando doblaba la esquina un perro pequeño se lanzó contra él. El susto fue tremendo pero logró avanzar asustando él mismo al chucho. En realidad era muy poca cosa y con paso firme lo apartó de golpe.

Justo entonces pudo comprobar de dónde demonios salía el humo.

Allí estaban los causantes de todo. Eran chavales jóvenes, seguramente de su misma edad pero parecían mucho más viejos. Sentados en un banco de piedra miraban una hoguera azul muy potente. En ocasiones la crepitante hoguera desprendía rayos de color verde y emitía pitidos extraños.

Liberaba el núcleo de la hoguera tremendos fogonazos de oxígeno.

Y se alargaban entonces las puntas de las llamas de color azul de aquella fosca lumbre como si saliesen de un soplete.

La verdad es que nunca había visto una hoguera de aquellas características. El fuego no era lento y apacible, amarillo cálido y de olor a madera. No tenía nada que ver con el típico fuego hogareño de una casa de campo con chimenea. Allí nadie se acercaba al fuego para calentarse. Simplemente lo observaban desde lejos los chavales con la mirada perdida y esperando a que se extinguiera de una vez por todas. Sus ojos brillaban y vibraban las luces de colores verdes y azules reflejadas en sus pupilas. La silueta de uno de ellos se proyectaba tremulosa en la fachada de piedra de una casa vieja cercana. Se hacía de noche y vigilaban todos muy concentrados la hoguera sin hablar entre ellos. No tenía nada de acogedora la escena. Casi sin pensarlo se armó de valor y preguntó a uno de los chavales.


-          ¿Qué se quema? ¿Por qué habéis hecho una hoguera?


A lo que uno de ellos respondió lentamente.


-          Estamos quemando restos de cables y escombro para quedarnos solamente con el cobre.


La conversación no daba para más. Ya estaba todo dicho. El fuego tóxico poco a poco se iba extinguiendo y la columna de humo era cada vez más fina. Entonces se despidió. Se dio la vuelta y se largó. Cuando ya se disponía a doblar la esquina de la casa que ocultaba la hoguera, uno de los chavales le gritó.

-          Oye chavalote, ¿no tendrás un cigarrillo?

-          Claro. – Respondió el chico.


De nuevo se dio la vuelta y con su paquete de tabaco entre las manos se acercó hasta uno de aquellos chavales. Con sumo cuidado pellizcó una cantidad de tabaco suficiente para dos pitillos y sacó un par de papeles de liar de su bolsillo trasero. El chaval esperaba con la mano extendida y sentado en su banco de piedra sin moverse siquiera. Le miraba fijamente a los ojos como si quisiera decirle algo. Extendió el chico la mano y depositó el tabaco y los papeles en su mano rugosa. Entonces éste, con los ojos muy abiertos y con una sonrisa desdentada le dijo:

-          Muchas gracias chavalote. Que Dios te lo pague.

-          De nada- contestó él.


Y se largó de nuevo a grandes zancadas. El peso de su cuerpo le arrastraba inevitablemente pendiente abajo. Le pesaban los brazos y las piernas. Y le daba todo el rato vueltas a su diminuta cabeza. La curiosidad le había proporcionado de nuevo la experiencia que tanto buscaba. Realmente no sabía por qué lo hacía, pero se suponía que lo hacía todo por aburrimiento. A veces incluso tampoco sabía lo que buscaba.

Se suponía que nada concreto.

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