Estaba cansado y no le apetecía caminar. Le picaban los ojos y le pesaban las piernas. Sin pensarlo demasiado se acercó hasta la parada de bus más cercana y mecánicamente pagó un billete. Acto seguido introdujo los cambios en su bolsillo y se sentó muy cerca de la ventana.
Por lo menos desde allí podía observar el paisaje.
La gente andaba por la calle y volvían todos hacia sus casas. Algunos
caminaban con la mirada perdida y pensando en sus cosas. Otros lo hacían
acompañados. Había un montón de personas detenidas en medio de la
acera que algunas otras aisladas esquivaban por la carretera.
En parte debido a que las aceras eran muy estrechas.
Atravesaron la zona universitaria y se detuvo el autobús muy cerca del
barrio de T. Le gustaba aquel barrio porque lo habían construido en medio de la
montaña. Y lo habían construido casa por casa, sin planos previos de
urbanización. De repente, entre todas aquellas casitas, observó una espesa
columna de humo. La columna se elevaba majestuosa entre las casas de ladrillo. Y
se formaba en medio de aquella nube tóxica una especie de remolino. Daba la
sensación de que sus partículas pudieran teñir el cielo de negro. Sin pensarlo
demasiado se lanzó de un salto a la calle. Lo hizo justamente cuando el
conductor cerraba las puertas. Pero consiguió salir sano y salvo y poder
escaparse de aquel vehículo que de repente odiaba.
Y la columna de humo negro seguía contaminando el aire. El olor a
plástico quemado era insoportable. Lo más curioso de todo era que daba la
sensación de que a nadie le importaba. La gente seguía con la mirada perdida
volviendo hacia sus casas.
Un sol de primavera rozaba la silueta de las montañas. Y en el cielo aparecían
sin remedio una luna clara y alguna estrella muy luminosa. Cargadas y calurosas
ráfagas de aire circulaban aleatorias por un cielo de color turquesa. Diminutos
murciélagos revoloteaban entre los tejados de uralita de algunas cabañas.
Y en las fachadas de la casas se tendía la ropa mojada de todos los vecinos
de aquel barrio.
A grandes zancadas se dispuso a buscar el foco del humo. Le poseían
unas ganas locas de descubrir de dónde salía aquella espesa columna. Y sobre
todo quería conocer la identidad de las personas que la estaban provocando.
Solamente por curiosidad avanzaba como un loco.
Con mucho esfuerzo y recorriendo intuitivamente el laberinto que
formaban las casas, logró por fin alcanzar la columna. Sin embargo una valla le
separaba de la casa que ocultaba el fuego. Rodeó la valla y cuando doblaba la
esquina un perro pequeño se lanzó contra él. El susto fue tremendo pero logró avanzar
asustando él mismo al chucho. En realidad era muy poca cosa y con paso firme lo
apartó de golpe.
Justo entonces pudo comprobar de dónde demonios salía el humo.
Allí estaban los causantes de todo. Eran chavales jóvenes, seguramente
de su misma edad pero parecían mucho más viejos. Sentados en un banco de piedra
miraban una hoguera azul muy potente. En ocasiones la crepitante hoguera
desprendía rayos de color verde y emitía pitidos extraños.
Liberaba el núcleo de la hoguera tremendos fogonazos de oxígeno.
Y se alargaban entonces las puntas de las llamas de color azul de
aquella fosca lumbre como si saliesen de un soplete.
La verdad es que nunca había visto una hoguera de aquellas características.
El fuego no era lento y apacible, amarillo cálido y de olor a madera. No tenía
nada que ver con el típico fuego hogareño de una casa de campo con chimenea. Allí
nadie se acercaba al fuego para calentarse. Simplemente lo observaban desde
lejos los chavales con la mirada perdida y esperando a que se extinguiera de
una vez por todas. Sus ojos brillaban y vibraban las luces de colores verdes y
azules reflejadas en sus pupilas. La silueta de uno de ellos se proyectaba
tremulosa en la fachada de piedra de una casa vieja cercana. Se hacía de noche
y vigilaban todos muy concentrados la hoguera sin hablar entre ellos. No tenía
nada de acogedora la escena. Casi sin pensarlo se armó de valor y preguntó a
uno de los chavales.
-
¿Qué se quema? ¿Por qué habéis hecho una hoguera?
A lo que uno de ellos respondió lentamente.
-
Estamos quemando restos de cables y escombro para
quedarnos solamente con el cobre.
La conversación no daba para más. Ya estaba todo dicho. El fuego
tóxico poco a poco se iba extinguiendo y la columna de humo era cada vez más
fina. Entonces se despidió. Se dio la vuelta y se largó. Cuando ya se disponía
a doblar la esquina de la casa que ocultaba la hoguera, uno de los chavales le
gritó.
-
Oye chavalote, ¿no tendrás un cigarrillo?
-
Claro. – Respondió el chico.
De nuevo se dio la vuelta y con su paquete de tabaco entre las manos
se acercó hasta uno de aquellos chavales. Con sumo cuidado pellizcó una
cantidad de tabaco suficiente para dos pitillos y sacó un par de papeles de
liar de su bolsillo trasero. El chaval esperaba con la mano extendida y sentado
en su banco de piedra sin moverse siquiera. Le miraba fijamente a los ojos como
si quisiera decirle algo. Extendió el chico la mano y depositó el tabaco y los
papeles en su mano rugosa. Entonces éste, con los ojos muy abiertos y con una
sonrisa desdentada le dijo:
-
Muchas gracias chavalote. Que Dios te lo pague.
-
De nada- contestó él.
Y se largó de nuevo a grandes zancadas. El peso de su cuerpo le
arrastraba inevitablemente pendiente abajo. Le pesaban los brazos y las piernas.
Y le daba todo el rato vueltas a su diminuta cabeza. La curiosidad le había
proporcionado de nuevo la experiencia que tanto buscaba. Realmente no sabía por
qué lo hacía, pero se suponía que lo hacía todo por aburrimiento. A veces
incluso tampoco sabía lo que buscaba.
Se suponía que nada concreto.
…
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