...

...

jueves, 27 de enero de 2011

El palco de madera




Siempre se entretenían en el atrio de la iglesia. Apuraban hasta el último minuto para charlar y planear lo que harían después de misa. Cuando ya no quedaba nadie por entrar lo hacían ellos con mucho sigilo. Subían unas estrechas escaleras de cemento pulido y se sentaban en los bancos de madera del coro. La razón por la cual subían hasta allí era para esconderse de sus padres y de sus tías.

En frente de ellos estaba el alcalde y a su lado un montón de hombres. Al fondo se encontraba B., un delgado anciano de ojos grises y pelo negro teñido. Aquel hombre se encargaba de tirar de la cuerda que golpeaba una de las campanas de la iglesia en el momento de la eucaristía. Su traje azul oscuro le quedaba grande y se fundía con el palco.

Lo verdaderamente revelador era la oscuridad de aquel lugar. Ésta contrastaba perfectamente con la intensa luz del sol que entraba por las pequeñas ventanas de la pared. El ambiente era tan claro que se podía ver hasta la más mínima mota de polvo.

-

Casi todos los hombres se dedicaban a pasar la media hora larga que duraba la misa sin pensar en nada, o al menos eso es lo que creía. Sin embargo a él se le pasaban los minutos eternos y no podía parar de pensar en todo tipo de cosas. Escuchaba la voz de su madre mezclarse con la del resto del coro y adivinaba palabras sin forma entre los hombres. Las imágenes de las montañas se dibujaban alrededor de la iglesia y los rayos de luz que se colaban por las ventanas eran los mismos que iluminaban el rio y los tejados de las casa del pueblo.

El crujido de la madera del palco se proyectaba hacia todos los sentidos y cada uno de ellos hacia el exterior.

-

Cuando todos se ponían de pie, alguno de sus amigos se quedaba sentado. Otros como él se apoyaban en la barandilla del palco y miraban hacia el cura desde gran altura. Las mujeres del pueblo ocupaban su espacio y observaban devotas las imágenes que aparecían y desaparecían delante de sus ojos. La mayoría reflexionaban acerca de los misterios encerrados en aquellas palabras que el sacerdote repetía una y otra vez cada domingo.

Cuando llegaba el momento de la eucaristía, su proceso más solemne requería de un silencio absoluto. Las velas empezaban a parpadear y parecían emitir un leve sonido a través del aire. El mantel de la mesa del altar reflejaba en su blanco amarillento un blanco tan puro que cegaba y que iluminaba las paredes de piedra.

Una vez más se había conseguido que todos, niños y mayores se dejasen transportar por aquellos símbolos que si no significaban todo, dejaban de tener sentido.

Después de la comunión se producía de nuevo el silencio. Un silencio pulcro que impacientaba a los más pequeños y separaba elevando a los más devotos. Se acercaba el final de la misa de los domingos y él y sus amigos esperaban en las escaleras, cerca de la puerta, para salir corriendo.

Lo que no sospechaban es que afuera les esperaba la luz, aquella realidad que lo invadía todo y que les devolvía al espectro más crudo, más incesante que jamás conocerían.


No hay comentarios:

Publicar un comentario